
No merecemos ni un respiro más del que tenemos. No importa lo que hagas, no importa lo que pienses, siquiera si te ahogas en un mar de lágrimas, o en una red que te ahorca la tráquea de angustia. Cuenta, los días pasados, los segundos del tic-tac, cuentos de hadas. Nada tiene sentido si excede este mismísimo momento en el que te percatas, que estás inmerso en una conversación, con tu voz relatando y, tu cuerpo acaeciendo discernido.
No hemos aprendido nada, más que conservar los errores, para volver a castigarnos.
Y luego decir que algo hemos aprendido, qué hipócritas. Pues no me duele admitir que nuestra estancia, en los momentos, es finitud. Es arte, sí. También. Pero dura poco y hace daño.
No merecemos…
Ni siquiera la pertenencia a la especie. Ésta solo logra creer que podemos imponernos sobre otras.
Pues, ¿Qué ha de venir tras la estrella fugaz que incendie todo lo que ya estamos quemando? Que deje solo cenizas para el próximo siglo, dónde nuestras ansiedades seran una sola pieza, marchita y carente de concretud. Carente de fuerza de realidad para reconstruir.
Volveremos a nacer y seremos rezagados. No en nuestras funciones. Sino como actores, actores sensibles, cuestionables, malentendidos, impetuosos, cálidos, corruptibles, incrédulos, imperfectos.¿Quién finalmente tomará la escena que nos pertenece?
Pues debemos interesarnos no por el quien. Sino que debemos aprender, de algún modo, que no hay soluciones en el exterminio o, en el abandono.
Lo importante es el cómo sucederá, saberlo sin fin de evitarlo. Contemplar el caos. Y así, habremos entendido, cuando nos preguntemos cómo abordar esa presunta verdad, esa transcurrencia; y de repente no sabremos tampoco quienes somos (cómo no lo sabemos ahora).
De verdad, eso no nos importa. La identidad solo aflora y se potencia en sociedades modernas.En sistemas de inmesurables conceptos volátiles.